Pitágoras de Samos vivió en el siglo V a. de C., dedicó su actividad especialmente a las matemáticas aunque no se empeñó con menos intensidad en conseguir conocimiento de tipo metafísico. Junto a un grupo selecto y elitista de pupilos, además de a las leyes de la geometría, se dedicó a descubrir las leyes de los sonidos, la música, los intervalos y escalas, mecanismos curiosamente artísticos, efluvios de esa Harmonía que subyacía a todos los fenómenos de la naturaleza en el período clásico. Aunque el conocimiento de las matemáticas es consustancial al desarrollo del concepto de número ya en las comunidades humanas primitivas, y a partir de su aplicación a problemas más complejos de la vida práctica como contar el tiempo o comerciar, nos hemos referido a Pitágoras para delinear una breve síntesis acerca de qué ha significado la ciencia y qué ha representado la filosofía en ese proceso, siendo además aquel estudiado por los jóvenes en nuestras escuelas como si no hubiera pasado el tiempo.
No es azar todo aquello que tiene que ver con el logos, puesto que como reza el dictum “nada de lo humano me es ajeno” refiriéndose a la comprensión del hombre mismo, todo uso de un lenguaje presupone una concepción más general, llamémosla cosmología, en el seno de la cual tienen sentido los descubrimientos. El desarrollo de ese logos era, en Aristóteles, una parte de la filosofía, por tanto, el conocimiento científico permitiría descubrir todo lo perceptible y hacer un Organum o sistema de causas y efectos, semejanzas y diferencias y también de clasificación conceptual.
Ese despertar de las ciencias griego, aunque algunos historiadores opinan que fue más bien un freno, lógico, pero freno, se tornó, con el paso de los siglos, en análisis matemático de los fenómenos aparentes (recuérdese la expresión “salvar las apariencias” de los astrónomos en las diatribas sobre el movimiento de los planetas, la situación de estos o la forma de las órbitas). La física matemática oxoniense trató de los problemas del plano inclinado o los proyectiles en la Baja edad Media, Descartes estableció el mecanicismo como modelo matemático del universo, Francis Bacon, curiosamente no científico, estructuró el nuevo método de la ciencia, y posteriormente Copérnico se empeñó en demostrar que la Tierra no era el centro del universo.
Galileo en su obra “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo: el ptolemaico y el copernicano” dilucida en formato platónico el alcance y la verosimilitud de los dos sistemas empleados para la interpretación de los fenómenos observados en los movimientos de los planetas, el ptolemaico (referido al astrónomo Ptolomeo) y el copernicano, en cuyo contraste, los ecuantes, los excéntricos y los bucles formaron parte de esa búsqueda. Leibniz o Newton comprobaron y determinaron la universalidad de las leyes de la mecánica, conocida hoy como “clásica”, a través de la observación, pero también de la especulación y el desarrollo del cálculo infinitesimal. Será Kant quien eleve a figura central de su nueva racionalidad a Isaac Newton, quien personifica para él la síntesis entre el entendimiento, las estructuras a priori del pensamiento, y la experiencia, los fenómenos, entre el racionalismo cartesiano y el empirismo de Locke. La caída de la manzana representa el grado más científico de conocimiento porque aúna la propia caída física, fenoménica del grave, con la fórmula matemática, abstracta pero exacta, de la Gravitación Universal.
Lo que se ha venido a llamar Ilustración propuso que ese método, sancionado ya científicamente, debía formar parte de cualquier aplicación sistemática del saber, ligado a la ya acendrada relación entre la ciencia la técnica y la sociedad incipiente que a partir de Galileo y la mejora de sus lentes telescópicas, iba a permitir el desarrollo de la ciencia a partir de los instrumentos de verificación y medida. Este desarrollo se ha tornado más evidente en la ciencia actual. Pero no podemos interpretar qué ha pasado con la ciencia sin referirnos al desarrollo de la biología durante el período decimonónico, la penetración en las formas vivas, si bien y cómo afirma Foucault desde una óptica naturalista y taxonómica al principio, adquirió forma con la adecuación de la Física, la Química (de gran tradición desde la Europa medieval) y las Ciencias de la Vida, especialmente con la aplicación de la Termodinámica a los sistemas vivos.
Esa penetración en los secretos de la Naturaleza se fue tornando dependiente del imperativo técnico: “todo lo que puede ser hecho debe ser hecho” tras cada revolución industrial, imbricando la ciencia y la técnica. Para los fines de las teorías científicas en la época moderna, era necesario el abandono del modelo aristotélico de dispersión y fragmentación de los ámbitos de la realidad para convertir a las ciencias en un compendio estructurado bajo las leyes de la ciencia positiva , generando la necesidad de que cada nuevo paradigma diera cabida a todas las leyes conocidas anteriormente y que ese fuera el objetivo, el saber centralizado y el dominio técnico del mundo.
Esta exigencia inherente a la conformación de las comunidades de investigación, desde las Academias reales y republicanas, inglesa y francesa, hasta las instituciones académicas y científicas fue conformando, en su relación con la exigencia de la aplicabilidad técnica (recuérdese la necesidad de drenaje de la minas como antecedente de la máquina de vapor), el panorama actual. Un panorama en el que los fondos de inversión oportunistas, con la colaboración de las multinacionales de sectores punteros, líderes del dogma de consumir lo que se produce, en vez de invertir el proceso de producir lo que debe ser consumido, se asocian al imperativo técnico sobre el que pivotan.
El lenguaje como conocimiento se ha vuelto el cercado particular de empresas y gobiernos que deciden en qué invertir y, por supuesto, sin contar con la opinión social acerca de cuál debe ser el objetivo de la inversión. Podría decirse que el territorio de la ciencia ha sido usurpado bajo la identificación del saber con el hacer, puesto que todo saber ya es un saber de las preferencias y las prioridades. El argumento de que la ciencia no es responsable del mal uso de la técnica, especialmente en casos graves como las armas atómicas o la pandemia de la difusión del virus de inmunodeficiencia humana, quizá sea pertinente puesto que la voluntad de los científicos podría haber sido coaccionada de forma refinada.
En todo caso, no es pertinente a la hora de crear una absoluta separación entre los profesionales de la ciencia y las ingenierías, sobre todo porque el modo de vivir de buena parte de esa comunidad científica está en juego. Las empresas farmacéuticas, la nanotecnología, la ingeniería genética, la sofisticación de la guerra o la carrera espacial, se han convertido en los modos más evidentes de control y dominio del mundo a través de la ciencia aplicada. Afirmo que no es pertinente la desvinculación, no solo por la comunidad de intereses de científicos y tecnólogos, sino, sobre todo, por la falta de exigencia en la formación ética de los científicos que se reduce a un conocimiento somero del código deontológico que impida conflictos legales, pero que no sirve de fundamentación para una práctica racionalmente aceptable de la responsabilidad.
Dr. Fermín Valerón Hernández
Comments are closed, but trackbacks and pingbacks are open.