Si yo fuera profesora de filosofía y mis alumnos me preguntaran en una crisis de vacío existencial: “si Dios es omnipotente y bueno, ¿por qué existe el mal en el mundo?”, lejos de ofrecerles una respuesta dogmática a esta cuestión desde mi perspectiva de creyente, agnóstica o atea, fomentaría el diálogo y su pensamiento crítico, después de escribir en la pizarra con mayúsculas la frase: “Aquí se piensa”.
Para ordenar un poco su desconcierto, acudiría en primer lugar a uno de los hombres más metódicos y sistemáticos de toda la historia de la filosofía: Aristóteles. Al fin y al cabo la curiosidad de los pequeños peripatéticos tiene un origen cosmológico, así que: ¡a comer pasto seco! Aristóteles les diría que nada ocurre o se crea de la nada, sino que todo lo que acontece en el mundo tiene una causa. Como tras contarles esto vería la cara de más de un alumno iluminada por el karma, les explicaría que Aristóteles no está pensando en que la energía derivada de nuestros actos condicione cada una de nuestras sucesivas reencarnaciones, hasta alcanzar la perfección, ni nada por el estilo. Aristóteles era un señor muy ordenado y como tal, aburridamente predecible. Así que el tema de las causas lo presenta tal que así: todas las cosas del universo han surgido a través de una cadena de causas y efectos. Pero claro, tirando del hilo, si algo es causado por alguna otra cosa, tiene que haber una causa para esa otra cosa. El tema se pone interesante cuando nos remontamos al origen del cosmos. Es decir, a la primera causa, una causa no causada, creadora del universo, a la que a falta de un nombre más original, podemos llamar Dios.
Tenemos de momento a un Dios deísta, creador de la naturaleza, pero que todavía no se ha revelado a los hombres. Por lo que si bien ya le podemos atribuir la omnipotencia, aún no le hemos conferido la bondad.
Y claro, a mis alumnos lo que verdaderamente les interesa saber es por qué cada vez que ponen la televisión o leen algún periódico en Internet, se encuentran con noticias que hablan de guerras, terrorismo, crímenes, desastres naturales, enfermedades terribles que matan a inocentes día tras día, etc. Y en este sentido es lo más normal del mundo que se pregunten cómo van a creer en un Dios benevolente que permite que todo esto ocurra.
Así que llegados a este punto, les hablaría de Epicuro, que además de vivir una vida dedicada exclusivamente al placer y a la búsqueda de la ataraxia (la ausencia de toda perturbación), de vez en cuando le daba por salir al encuentro de temas más sufridos, como el problema de Dios y el mal. Ahora sí, en forma de paradoja. Decía Epicuro: si se supone que Dios es omnipotente y benevolente, ¿por qué existe el mal en el mundo? ¿Porque Dios, queriendo evitar el mal, no es capaz de hacerlo? Pero si esto es así, entonces Dios no sería omnipotente. ¿Porque Dios, siendo capaz de evitar el mal, no quiere hacerlo? Entonces no sería un Dios bueno. Y si realmente Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué existe el mal en el mundo?
Total, que tras presentarles a Epicuro, mis alumnos se quedarían como estaban en el punto de partida, que diría la Jurado. Porque claro, si existiera un Dios omnipotente y bueno, el mal no existiría. Pero las noticias que nos llegan son las que son, por lo que inferiríamos que ese Dios no existe.
Sin embargo, antes de que mis alumnos comprasen este argumento de Epicuro en contra de la existencia de Dios, les presentaría a una línea de filósofos con argumentos convincentes a favor de la tesis “Dios existe”. Uno de ellos es el filósofo cristiano Boecio, que partiendo de la paradoja de Epicuro, reconoce la existencia del mal en el mundo. Boecio les diría a mis alumnos algo así como: vale, de acuerdo, existe el mal en el mundo, pero eso no quiere decir que no haya un Dios omnipotente y benevolente. Dios existe y es bueno y como todo lo puede, al crear al hombre, desde su infinita sabiduría, estimó bueno proveerle de libre albedrío. Es decir, de la potestad para elegir entre hacer el bien o hacer el mal. Al poder obrar según considere o elija, el hombre es responsable de sus propios actos y acciones, por lo que la existencia del mal en el mundo no se la podríamos atribuir a Dios, sino al propio hombre, que en vez de escoger hacer el bien, opta por lo contrario.
Mis alumnos se han quedado con los ojos como platos y, en parte, es normal, porque de repente se han acordado de un montón de experiencias personales en las que a pesar de tener buenas intenciones, las consecuencias han sido desastrosas. ¿Cómo iban a saber, pobrecitos sabineros, que su pareja se iba a echar a llorar tras confesarle algo que nunca les pidió?
Así que antes de que se queden solo con el ejemplo del maestro del bombín y aprendan que en historias de dosconviene a veces mentir, les hablaría del impertérrito filósofo de la verdad: Immanuel Kant. Además de ser conocido por ayudar a todos los ciudadanos de Königsberg a poner sus relojes en hora, Kant podría consolar a mis alumnos en aquellas situaciones en las que teniendo buena voluntad no han conseguido los efectos deseados, diciéndoles lo siguiente: lo importante, chiquillos, es que se adhieran al deber de hacer el bien, sin pensar en las consecuencias que dicha adhesión pueda traer. No es lo mismo, señores, actuar conforme al deber por inclinación que actuar conforme al deber por el deber. En el primero de los casos nos determinamos a obrar no por el deber mismo, sino porque el acatamiento del deber nos reporta algún beneficio. Mientras que en el segundo nos determinamos a obrar sin ningún otro motivo que el deber mismo, desinteresadamente, sin tener en cuenta las consecuencias positivas o negativas que este cumplimiento puede traer consigo. Y este modo de obrar es el único que hace a la voluntad moralmente buena.
Probablemente llegados a este punto mis alumnos me recriminasen: “ya, profe, ¿pero de qué sirve tener la conciencia tranquila por haber obrado bien si nadie nos lo reconoce? Nosotros creímos que lo mejor era contarle la verdad a nuestra pareja, pero en lugar de comprendernos nos regañó diciéndonos que le ponía enferma tanta sinceridad… ¿Qué hemos ganado con ello? Obrar por deber no implicanecesariamenteel hecho de alcanzar la felicidad….”
Y a los pequeños peripatéticos no les falta razón, ya que ven mucho más productiva la ética material o heterónoma de Aristóteles, que dictamina la posible bondad de una acción en función de la consecución de un fin, que la kantiana, por muy buenas personas que lleguen a ser, siguiéndola. Porque claro, lo de ser bueno está bien, pero que por el hecho de serlo a uno le tomen por tonto, no mola tanto.
Como Aristóteles ya tuvo su momento de gloria al principio de este diálogo, viéndome en esta encrucijada saldría en defensa de Kant y les diría a mis alumnos algo así como: vale, ser kantianos no es muy provechoso en la mayoría de las situaciones, pero al menos nos permite dormir con la conciencia tranquila, que ya es mucho. La cosa es que Kant admite que no por hacer el bien vayamos a ser felices. ¡Cuántas veces habrán visto mis alumnos cómo un compañero que ha copiado en un examen ha sacado un 10 y ellos, habiendo estudiado, se han quedado con un risible 7! Y claro, es normal que se les quede la misma carita de gili… que a Alfredo Landa en Las verdes praderas.
Y aquí un Kant convertido en San Manuel Bueno Mártir, les diría algo tan simple pero a la vez tan difícil como: “han de tener fe”. Han de creer en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma como postulados para que sea posible que desde su libertad, el hombre opte por realizar el bien en vez del mal. Solamente teniendo esa esperanza cobrará sentido para el hombre actuar conforme al deber y por el deber, puesto que esta posibilidad abre el camino a una cierta recompensa en otra vida, en aquellos casos en que la realización del bien no implica el encuentro con la felicidad.
Al fin y al cabo lo que les está intentando transmitir Kant a mis alumnos es que aunque no podamos explicar la existencia de Dios a través de la razón puesto que nuestro conocimiento es limitado, esto no quiere decir que Dios no exista. Simplemente, que escapa a nuestro entendimiento, por lo que se transforma en una cuestión de fe.
Creer o no creer en Dios, si nos podemos shakesperianos, es, a fin de cuentas, unaapuesta. La apuesta de la que nos hablaba el filósofo y matemático adicto a los juegos de azar, Blaise Pascal. La afición de Pascal al juego era tan grande que, a lo James Bond, con una copa de dry martini (mezclado, no agitado) en una mano y una ficha de juego en la otra, se enfrentó al problema de la existencia de Dios como si estuviese jugando a la ruleta francesa. Lo que pasa es que, en la ruleta de Pascal, en vez de apostar al rojo o al negro, se hace al “Dios existe” o al “Dios no existe”. Y como Pascal era un crack en cálculo de probabilidades, argumentó lo siguiente: como no tenemos forma de saber a priori si Dios existe o no existe hasta que se acabe la tirada, tenemos un 50% de posibilidades de acertar. Pero esto no significa que tengamos que apostar a lo loco, porque si analizamos con cuidado las distintas posibilidades, caeremos en la cuenta de que una es más ventajosa que la otra:
- Si apostamos al “Dios existe” y no acertamos, tras nuestra muerte no perderemos ni ganaremos nada. De hecho, ni nos enteraremos de que hemos perdido.
- Si apostamos al “Dios existe” y acertamos, nos tocará la lotería porque iremos al cielo de por vida.
- Si apostamos al “Dios no existe” y acertamos, tampoco perderemos ni ganaremos nada, ya que si hay algo seguro es que no existe un cielo para ateos.
- Si apostamos al “Dios no existe” y perdemos, iremos directos a ese habitáculo descrito por Bertrand Russell como “un lugar donde la policía es alemana; los conductores de automóviles, franceses; y los cocineros, ingleses”.
Vamos, que a nada que tengamos dos dedos de frente, nos dice Pascal, la mejor inversión es apostar por el “Dios existe”, porque hay poco que perder y mucho que ganar.
Llegados a este punto y para concluir este diálogo de locos, les recordaría a mis alumnos que antes de apostar desde la incertidumbre en el casino, tuvieran en cuenta que el Dios de los filósofos nada tiene que ver con el Dios de la fe. Mientras que el Dios de los filósofos es una idea que se descubre a través del ejercicio de la razón, como la conclusión final de un problema de matemáticas; al Dios de la fe no se llega por la razón, sino por el corazón.
Vamos, que hay que dar un salto: el salto de la razón a la fe,que proponía Søren Kierkegaard. Kierkegaard les diría a mis alumnos que “la fe comienza precisamente allí donde la razón termina”. Y para hacerles comprender mejor su argumento, acudiría al ejemplo de Abraham. Cuando Dios le ordenó a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac para probar su fe, Abraham creyó; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, pero al mismo tiempo se hallaba dispuesto a sacrificárselo, si así estaba dispuesto. Abraham dejó tras de sí su razón, infringiendo la ética de lo general que ordena amar al hijo más que a nada en el mundo, para creer en virtud del absurdo. Y gracias al absurdo Abraham recupera a Isaac. Por eso si juzgamos la decisión de Abraham desde un punto de vista racional, nos dice Kierkegaard, no la podemos comprender, ya que rebasa la esfera de lo ético y consideraríamos que Abraham es un asesino. Este es el drama de Abraham: en la más completa soledad, en medio de la total incomprensión social y en la angustia y el dolor que siente al comprobar que el amor que profesa a su hijo es paradójicamente opuesto al que experimenta por Dios, Abraham cree en el absurdo. Cree en el absurdo porque es consciente de que su fe en Dios le pone ante un precipicio y que solo saltándolo encontrará sentido a su existencia. Porque tras saltar el precipicio, Abraham tiene fe en que pisará suelo firme. Donde solo parecía haber vacío, surge un nuevo camino que conduce a la salvación.
No hay razones para creer en Dios, dice Kierkegaard, porque Dios se encuentra detrás del absurdo. Pero justamente por eso, Kierkegaard creía en Dios. La fe es una experiencia irracional, una pasión, un salto al vacío que no se puede comprender. Si pudiésemos comprender a Dios a través de la razón, no tendríamos fe, sino evidencia. La fe nos exige dejar atrás la razón, como lo hizo Abraham, y tras ponernos ante un precipicio, nos invita a saltar.
Ahora soy yo la que devuelve la pregunta a mis alumnos: ¿están dispuestos a saltar?
Gracia Iglesias Mínguez
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